Un ejército de encuestadores obtuvo la siguiente cifra en boca de urna: 30 almas presentes. De manera que hoy hubo más gente. Pero, vaya a saber uno por qué, el ambiente era un poco más triste. Quizá porque las velitas (no sé si alguien se encarga de apagarlas cuando termina el programa) parecen ahora las llamitas que en la pampa señalan las osaturas. Yo mismo, siempre proclive al buen humor y al dicharacho, fui influido en tal forma por la atmósfera que me dije: “Esta noche, ***, puedes escribir los versos más tristes de tu vida”. Y así, aunque con disimulo (ya que se charlaba con desdén justo acerca de eso), burilé una ‘Elegía a la muerte de la señora de Andrés’, en versos de seis sílabas con estrambote.
Para los que sienten genuino interés en que de una vez por todas me apunte con una cruz en el Mapa del Delito de De Narváez, siguen estos ‘apuntes del caminante’: la verdad es que hoy ya no esperaba que el camino de vuelta pudiera ofrecer nuevas emociones. Túneles, puentes, basurales y descampados, galpones y hoteles boutique… creía haber agotado ya todas las formas de la desventura. Pero Allah es grande y sabe más.
Descartada la parte de atrás del Mercado de Pulgas, reservada para alguna noche de lluvia, tomé derecho por Dorrego, hacia Santa Fe.
‘Manuel, Manuel Dorrego, General Manuel Dorrego (invoqué), si Jorge Newbery, quien no hizo más que cruzar a nado la cordillera, tiene su propio puente sobre las vías, tú, ¡oh, Manuel!, ¡oh, Manuel Dorrego!, que por Lavalle diste tu sangre espesa, debes haber merecido la gracia de una calle recta y despejada’.
Qué contradicción, entonces, comprobar que tal no aconteciere y que, lo mismo que un Santos Dumont (inventor de la goma) o que un adocenado Matienzo, Dorrego se ve interrumpida por las vías del tren, sin posibilidad de paso. Los Amigos de la rúa Lavalle (epa, como gambeteo la rima) deben haber movido influencias.
Mas demostrando aquello de que Dios quita con una mano lo que te da con la otra (de donde se desprende que Dios es bípedo y no como lo imaginan los indios), parado en la esquina de Dorrego y Soler, por la calle Soler de pronto vi aparecer un puente. Un puente, señores, que tiene la apariencia de haber sido construido más para trenes que para autos: es la clásica estructura de vigas de fierro, formando trapecios muy largos por la base. A los costados del paso destinado a los autos, se prolongan dos pasarelas, demasiado estrechas, demasiado enjauladas al modo de las pajareras del zoológico, cosa de que la gente no tenga el capricho de darse muerte ahogándose bajo las vías del tren.
La subida para los autos es un declive suave y extenso. Los peatones, raza más emparentada con la cabra montés de lo que jamás podrá estarlo un auto, deben caminar una media cuadra más antes de llegar a la escalera que los deposita sin más preámbulos en el puente. A cada costado del puente, esa media cuadra está limitada, a un lado, por el muro de la rampa para los autos, y al otro, por una serie de casas en estado de descomposición.
Ahora bien, algo que sin duda aumentó la emoción de este nuevo camino es que, ya bien entrado uno en el callejón que conduce a la escalera peatonal, está la sorpresa de un túnel que, por debajo, conecta ambos lados del puente, como si el arquitecto hubiera tenido un berretín de último momento. Tipográficamente, ese pasaje sería como la barra horizontal de una hache mayúscula, simbolizada como es uso por el caracter H. Produce alguna consternación caminar por una pata de la H, creyendo con toda el alma que estamos transitando uno de los palitos de la inconexa doble L minúscula, l l, y descubrir tardíamente el túnel entre las dos patas verticales, siendo que aparece de repente y uno nunca ve más que un pequeño ángulo cada vez. No es hasta llegar propiamente a la boca del pequeño túnel que éste puede verse por completo, sin puntos ciegos. Lo menos que puede esconderse ahí es un tigre de bengala, y no lo verás hasta no tenerlo en las narices.
Aquellos niños que deseen pasar una noche entretenida, no tienen más que colocarse en silencio en mitad de este túnel y salir de improviso al oír pasos. Un disfraz de niño de Écija mejorará muchísimo el efecto.
(Lo que decía el poema: ‘Elegía a la muerte de la señora de Andrés’
El señor Andrés
Se puso furioso,
Tomó a su mujer
Y la tiró a un pozo.
Debe escandirse con tonada de versito de carnaval.)