Hoy fue el octavo programa desde el auditorio Bar del Plata.
Qué cosa. Ayer un público tímido (no apático, sino tímido o quizá primerizo), y hoy apenas unos pocos más pero con un espíritu completamente distinto al de ayer, entusiasmado y expansivo. Ayer no circuló ni un mate, y hoy, para alegría de las pestes contagiosas, era un ida y vuelta de mates, termos y paquetes de yerba. Además, volvieron los bizcochitos, nocivos pero ricos.
Dorio y Barton la llevaron bastante bien durante el primer bloque. Lástima el segundo bloque grabado. Eligieron uno muy largo, o así me pareció, y Dolina llegó como 10 minutos antes de que terminara. No sé si será muy distinta la percepción del programa por radio, pero para los que estábamos ahí creo que fue uno de los programas desde el auditorio donde la pasamos mejor y de donde más alegres nos fuimos.
Como siempre que tengo que volver caminando desde esos andurriales, antes de salir de mi casa sacrifiqué un gallo para Caco, con excelentes resultados. Hoy volví derecho por calle Conesa, rumbo al norte, y crucé las vías por la ignota Virrey Avilés, de la que no tenía noticia.
Algo que advertí en este recorrido fue la mayor presencia de gatos. Las otras noches apenas si vi uno o dos. El gato, cuando es arisco, es una presencia tranquilizadora, porque si huye a nuestro paso significa que nadie ha pasado antes por ahí, ni está apostado para atentar contra nuestra vida. Alerta debes andar, ¡oh, camarada! si al pasar por una calle, usualmente frecuentada por gatos, no sale ningún minino espantado a tu paso.
(Esta observación creo que procede del final de la novela “Islas en el Golfo”, de Hemingway. Ahí los protagonistas remontan un río que corre en medio de la selva, en busca de unos soldados enemigos. Al tomar un recodo, el personaje advierte que no advierte que los pájaros alcen vuelo espantados por el paso de su propio barco. Apenas ha formado este pensamiento, deduce que los enemigos están emboscados en ese recodo, pero ¡ay!, es demasiado tarde. Si no leyeron la novela, no lean lo anterior, pero si oyeron el programa de hoy, saben que en las novelas no importa si sale cara o cruz.)
A propósito de barquitos en los lagos de Palermo. He visto hace poco, para mi eterno asombro, que ahora (no sé desde cuándo será así) ¡hay que llevar puesto chaleco salvavidas! Dios, dios, dios. Le roban todo el poco encanto que podía tener. Es una precaución un poco ridícula, por más que se hayan ahogado varias personas en esos lagos. Más gente muere por la caída de un tiburón, o por ataques de rayos, y no hacen nada al respecto. ¿Qué sigue luego? ¿Casco en la calesita? ¿Hamacas con arneses ajustables? Para tranquilidad de mis prejuicios nacionalistas, en lo que respecta a navegar en botecito a pedales y con chaleco de corcho, quiero creer que únicamente los extranjeros se atreverán a tanto. (“Y esta diapositiva, dear Arthur, es cuando bajamos, con gran peligro para nuestras vidas, por los rápidos del Rosedal; nuestro bote es el que está detrás de esos patitos.”)