Cada vez que Dolina habla de este tema (uno de sus favoritos, creo), recuerdo que en Forres (parece un insulto en lenguaje inclusivo, pero es un pueblo de Escocia) hay un museo privado y taller de restauración de autómatas mecánicos antiguos fundado por Maria y Michael Start, que además de ser muy hábiles para reparar esos objetos, los presentan en un ambiente copiado del siglo XIX (supongo que en Escocia eso no debe ser tan difícil, tal vez ahí no llego aún la costumbre de tirar a la basura todo lo que deja de ser tendencia en Instagram.) Hacen bien; un smartphone o una esterilla de yoga en medio de todo eso serían obstáculos serios para la suspensión de la incredulidad.
El hecho es que ahí están muchos de los autómatas que suele mencionar Dolina (ignoro si los originales o muy buenas copias de ellos), y todos ellos tienen un gusto a frustración (sus inventores originales seguramente hubieran deseado crear un gólem, pero carecían de la tecnología necesaria y debían contentarse con monitos que extendían la mano para pedir limosna); muchos son directamente el material del que están hechas las pesadillas. Todo lo que hay ahí se mueve entre la infinita ingenuidad de Giselle, la autómata bailarina, y el steampunk del mecanismo interno de un payaso, pasando por los primeros intentos de audiolibros.
Mi favorito es el chancho autómata, naturalmente. Solo le falta la laguna.
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