Todo a flor de piel, de nada vale fingir que no nos pasa nada; no vivimos en otro país y los que crecimos en medio de una vida sustentada con humanismo y lealtad a valores básicos, de familia, de amistad, de vecindad, de la dignidad del trabajo, la fe alentada por la escuela en la sociedad, el civismo, la bandera y los ideales de barrio pobre pero no marginal, de barrio residencial pero no marginador, que nos aprendimos de memoria el preámbulo de la Constitución (con mayúscula claro), que teníamos el orgullo del scout, que dejábamos una moneda limpia en la escudilla sana del indigente con la mirada entera y el linyera con sus ropas limpias, que ahorrábamos para ir comprando las cosas de la casa que alquilaríamos por una o dos décadas o siempre, proyectándola como hogar para compartir con el amor de nuestra vida y los hijos soñados, porque nadie nos pedía un trozo de médula a plazos cada vez más cortos y adicional para conservar esa ilusión. Y el oficio o el empleo o la profesión, eran estables y hasta románticos y hasta heroicos. Entonces, escuchábamos la radio y reíamos, íbamos al cine y reíamos, leíamos chistes y contábamos chistes y reíamos. Y cuando llorábamos era de emoción pura o de amor o por alguna bronca tonta. estábamos ocupados en vivir, el humor no era defensa del dolor ni el cinismo o la hipocresía la máscara de una cobardía que no teníamos ni de una indiferencia que no sentíamos. El miedo, era el de las películas de terror, o que el amor de nuestra vida nos negara casamiento o el equipo de fútbol perdiera o fuera al descenso. Y el más oculto y fuerte, perder a nuestros padres y haber perdido abuelos.
Pero ahora la piel está cada vez más fina y más en la superficie el cableado nervioso, la piedra recalentada de la cabeza por la fuerza de la presión, la sangre a punto de brotar como lava de volcán. El miedo es perder la dignidad humana, los beneficios de ser persona, la fuerza animal que nos mantenga de pie, quedarnos sin casa, sin trabajo, sin pareja, de un día para otro. Que los hijos nunca lleguen o los que llegaron se vayan. Ser aquel linyera, aquel indigente, pero sucio, de escudilla rota, de mirada enferma,... INVISIBLES incluso para aquellos que creíamos nos conocían de memoria. Así que salir a la calle, a la noche, aterra, amedrenta, porque nos recuerda lo que nos puede pasar como estado permanente. Reírse avergüenza, el sarcasmo rebaja, el grupo amontonado pero cada vez más separado, no consuela, duele. Y sabemos que aquellos a los que vamos a ver, en un teatro o un café o una radio, sienten lo que sentimos aunque no están igual de desamparados, pero son argentinos, son vecinos, tenemos la misma bandera y aprendimos el preámbulo juntos, reímos la misma risa, lloramos el mismo llanto, soñamos los mismos sueños. Y estamos igual de jodidos y confundidos. Hay en lo más íntimo un reclamo moral y un reclamo natural, a actuar. Pero pasamos demasiadas veces bajo el mismo puente y sostuvimos el mismo puente. Y estamos igual de cansados y necesitados.
¿Irse?, ¡cómo! ¿Por un rato? ¡cómo si están los que se quedan. El que pueda, lo hará. Mientras tanto, seguiremos intentando lo que podamos. Junto a La venganza o lo que fuere para cada uno un símbolo, una ilusión de vigencia representativa social y espiritualHay que seguir. Y poniendo lo mejor.
Windböe el jueves, 06 de julio de 2017 a las 12:09 AM
en La venganza será terrible del 04/07/2017 dijo: