"Éstas son las últimas cosas —escribía ella—. Desaparecen una a una y no vuelven nunca
más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya
tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo.
No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás
podrías imaginártelo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está aquí un día y al siguiente
desaparece. Una calle, por la que uno caminaba ayer, hoy ya no está aquí. Incluso el clima
cambia de forma continua: un día de sol, seguido de uno de lluvia; un día de nieve, luego
uno de niebla; templado, después fresco; viento seguido de quietud; un rato de frío intenso
y hoy, por ejemplo, en pleno invierno, una tarde de luz esplendorosa, tan cálida que no
necesitas llevar más que un jersey.
Cuando vives en la ciudad, aprendes a no dar nada por sentado. Cierras los ojos un
momento, o te das la vuelta para mirar otra cosa y aquella que tenías delante desaparece de
repente. Nada perdura, ya ves, ni siquiera los pensamientos en tu interior. Y no vale la pena
perder el tiempo buscándolos; una vez que una cosa desaparece, ha llegado a su fin.
Así es como vivo —continuaba su carta—. No como mucho, sólo lo suficiente para
mantenerme en pie, no más. A veces me siento tan débil que me parece que no podré dar
otro paso. Pero lo logro, a pesar de los períodos de abatimiento, me mantengo activa.
Deberías ver qué bien lo hago.
En la ciudad hay muchas calles por todos lados, pero no dos iguales. Pongo un pie delante
del otro, luego el otro frente al primero, y sólo espero poder volver a repetirlo todo otra vez.
Sólo eso. Me gustaría que entendieras cómo es mi vida ahora: me muevo, respiro el aire
que se me concede y como lo menos posible. No importa lo que digan los demás; lo único
importante es mantenerse en pie."
Paul Auster. El país de las últimas cosas.