Sí, me meto, aunque poco porque estoy ensayando con mi instrumento musical favorito por el momento, la amoladora Bosch GWS 850 con disco de corte para metal; mis vecinos lloran y aúllan de emoción cuando le saco las notas más largas y agudas. (¿Los guachos se quejaban del violín o de la batería? Ahora saben lo que es bueno.)
Todas las críticas a las personas que mencioné en estos últimos tiempos estuvieron dirigidas exclusivamente a sus actuaciones públicas como referentes y proselitistas del gobierno actual; jamás tuve la intención de discutir si estaban en lo cierto o no. (En el fondo, eso me resulta indiferente; tener la razón no es indispensable para convencer multitudes). Mi única observación general sobre esas personas es que carecen de los recursos y de la formación para modificar intenciones de voto en este contexto de nuevas tecnologías de comunicación aplicadas a estrategias de manipulación cognitiva a gran escala del votante. (Sí, una obviedad, pero una que ellos niegan tercamente o que ni siquiera toman en cuenta como una posibilidad, oponiendo argumentos infantiles y obsoletos del orden de que la verdad vence a la mentira y que el amor vence al odio.)
Solo referiré un momento que quedó grabado a fuego en mi memoria (ojalá pudiera recuperar el registro en video): hace muchos años, se discutía en alguno de esos programas de panelistas semianalfabetos la legitimidad de la Ley de Medios; ahí estaba Graciana Peñafort como mascarón de proa de ese gobierno, garantizando (con una docilidad digna de mejor causa) a cuatro feroces empresarios que controlaban de hecho casi todos los medios audiovisuales y de comunicaciones del país que no iban a perder ni uno solo de sus canales de televisión. Los empresarios se ensañaron con la imagen de Peñafort (mujer relativamente joven con la apariencia de una jubilada desvalida y frágil, abrigada como para vivir en un iglú) y comenzaron a gritarle; Peñafort no tuvo mejor idea que rogar con un hilito de voz chillona: «¡Ay, chicos, no griten que me hace mal!». En ese momento quedó claro quién mandaba en esa selva. (Por supuesto que las redes sociales del partido de Peñafort le concedieron una amplia victoria y la calificaron de leona.) Esa escena se repitió hasta el cansancio: los poderes fácticos humillando públicamente a quienes tenían la obligación de limitar sus privilegios y de evitar que concentraran aún más poder, y los funcionarios siempre bajando cobardemente la cabecita, total en las redes tenían el consuelo de un puñado de obsecuentes que les aseguraban que el camino para luchar contra esas fieras era el amor y la verdad (lo mismo que seguramente pensó el mártir mientras caminaba alegremente hacia su propia crucifixión).
Me refiero a que si querés asustar e imponerte a esos tipos que se acostumbraron a quedarse con empresas mediante la tortura y la desaparición forzada de sus legítimos dueños, mandales gente pesada y peligrosa de verdad; en un auto sacramental de Calderón de la Barca, Graciana hubiera sido la alegoría de la Debilidad Ambulante. (Creo que el principio es aplicable a tantas otras almitas de cristal que andan por ahí soñando con la pinta del Che Guevara.)
No parece buena idea oponer sutiles pensamientos filosóficos, poéticos y académicos a la sed de poder ilimitado de las personas crueles y empíricas que quizá sean nuestros próximos gobernantes, y que sí supieron obtener las herramientas correctas para convencer a sus votantes en lugar de espantarlos. (Tal vez contratando sin amiguismos ni miramientos a los mejores para hacer el trabajo, como hizo el Emperador Wanli con los jesuitas.)
Insisto: solo hablo de votos y de ninguna otra cosa.