Amar es no tener que decir nunca «doscientos». (Es muy barato, pero el chiste deja de funcionar con otro precio, y eso suponiendo que alguien recuerde los eslóganes de Love Story, como aún lo hace Dolina.)
Se hace cada vez más difícil refutar que quizá solo somos autómatas formados por colonias simbióticas de células altamente especializadas, y dedicados por completo a la replicación de cadenas de ácido desoxirribonucleico. Lo peor de todo es que esos ácidos nucleicos de porquería no tienen voluntad ni conciencia, ni las herramientas necesarias para sospechar siquiera que existen; como en las películas The Andromeda Strain o Annihilation, las cosas sencillamente ocurren. (Nada de esto tiene intención poética, maximalista o retórica: digo que hay motivos para suponer que toda la historia de la humanidad es un subproducto azaroso de procesos termodinámicos absurdamente lejanos en el tiempo, y que el amor es uno más de los trucos evolutivos para proteger y garantizar esa propagación de macromoléculas.)
Con respecto a la imposición de la teoría queer, el no binarismo de género, los archivos de disturbios sexo-subversivos-anales-contra-vitales (dijo Saxe mientras se agachaba porque le avisaron que venían los indios), etcétera, mi conjetura principal es bastante rudimentaria: merchandising. (Aquí podría hacer referencia al hombre unidimensional de Herbert Marcuse, gran observador de la sociedad industrial avanzada a pesar de haber sido psicoanalista, pero no lo haré.)
Solo pasé para dejar un mensaje de esperanza y optimismo.