Alguien me acusa de homofobia; intento explicarle —creo que sin éxito— que el insulto es un objeto específicamente diseñado para ofender a quien va dirigido. Si le digo nazi a un nazi, este no se sentirá agraviado, sino reconocido y hasta halagado; por eso, me veo en la necesidad de armar el agravio con atributos opuestos a los deseados por la víctima. Si le dijera a Laje que es un fascista, el físicamente cobarde Laje oiría esa palabra con satisfacción, aunque negara inmediatamente esa condición por motivos formales.
Además, no soy Barton para andar abriendo el paraguas cada vez que pasa una nube. El invertebrado Laje se metió con los desaparecidos, y eso no se perdona jamás.