Hace más de veinte años escribí a LVST para pedir que Dolina dedicara un bloque a Brecht y Weill (sí, autocorrector, sí: Weill como en compositor alemán, no weil como en porque), y desde entonces repetí ese pedido incontables veces; hasta donde pude oír, esos mensajes nunca fueron leídos. Sí recuerdo esa vez (quizá hubo más de una) que al Sordo le pidieron un tema de Louis Armstrong, y Dolina tocó una caricatura infame de la Moritat. Tuve la sensación que, a pesar de sus referencias superficiales a Brecht, todo ese asunto era completamente ajeno a Dolina. Una lástima: se perdió la oportunidad de musicalizar un bloque con September Song.
El éxito de Kurt Weill fue tan extraño como invisible; a pesar de haber estado a la altura de los mejores compositores de todas las épocas en casi todos los géneros (populares y cultos) y de haber compuesto algunas de las canciones más populares de la historia, fue como uno de esos actores de reparto que todos reconocen en las películas, pero que nadie sabe cómo se llaman o quiénes son; por otra parte, haber quedado a la sombra de Brecht no fue lo más conveniente para él, aunque no haya sido intencional por parte de Brecht. Tampoco fue oportuno haber sido hijo notable de un jazán de sinagoga en pleno ascenso del nazismo, que ya lo tenía en la mira desde mucho antes de llegar al gobierno. Qué importa todo eso, fue feliz con Lotte Lenya. No quería hablar de Weill, pero la tentación es más fuerte que yo.
En otro orden de cosas, ya que mencionaron al pasar la gesta heroica y la gran Malvinas de Galtieri, quiero decir algo que tengo atragantado desde hace rato.
En 1981 cursaba el último año del secundario (eran seis años en esa escuela técnica, que también fue centro clandestino de detención); uno de mis compañeros, el Negro Valdéz, era sobrino de un oficial que había muerto en un ataque al Batallón de Comunicaciones 121; por ese motivo, lo invitaban a las cenas de camaradería que se hacían ahí. Un día, el Negro me contó de la nada que en esas cenas se hablaba abiertamente del plan de Galtieri para tomar Malvinas y aprovechar el golpe de efecto para llamar inmediatamente a elecciones, con el propio Galtieri como candidato civil a la presidencia. Ese año me tocó la revisación para la colimba; aunque había sacado número bajo en el sorteo, quise asegurarme de salvarme declarando una enfermedad inventada (asma), y conseguí el apto condicional; el médico militar me explicó que si tenía un ataque de asma durante el baile en el baño a la madrugada, inmediatamente me daban la baja; por supuesto que eso no podía ocurrir porque no era asmático, pero estaba dispuesto a simularlo. Quería llegar a esto: ese mismo médico me dijo: «¿Qué problema te hacés? Tenés número bajo; con eso, solamente hacés la colimba si hay guerra, y ¿con quién se va a poner en guerra la Argentina?».
Sin embargo, el Negro Valdéz, tan insignificante como yo mismo, estaba mucho mejor informado; la jugada de Galtieri no era ni tan secreta (todos la conocían, aunque nadie la creía posible) ni tan patriótica: solo buscaba prolongar indefinidamente la tiranía blanqueándola con una formalidad democrática. (Creo que hasta el loro lo hubiera votado en ese 2 de abril.)
Estuve bajo bandera durante los últimos 29 días de la guerra; no se me ocurrió ninguna forma de escaparme (nadie podía saber hasta cuándo podía prolongarse esa guerra), y los castigos por deserción incluían la pena de muerte por ejecución sumaria. (Ignoro si se aplicaba en la práctica, pero tampoco tenía interés en enterarme en carne propia.) Lo que viví durante esos días es irrelevante porque no fue distinto a lo que le sucedió a cualquier otro colimba en esas circunstancias.
Por todo esto, cuando oigo los discursos políticos sobre la gloriosa gesta de Malvinas, recuerdo que solo fue un truco de los militares genocidas para deshacerse de sus socios civiles (que estaban a punto de pegarles una patada) y quedarse con el poder por muchos años más, quizá de forma vitalicia. Galtieri no vaciló en sacrificar todos los pibes que fueran necesarios para quedarse en la presidencia con los suyos. Cada vez que recuerdo el chauvinismo ciego de esos días que se extiende hasta hoy, se me revuelve el estómago; supongo que seré un apátrida. Nunca dejaré de despreciar a esos patrioteros histriónicos que se hacen los machos por unas islas que jamás visitarían porque sienten mucho frío con solo imaginarlo, pero que al mismo tiempo reciben servilmente y con alfombra roja a Laura Richardson para que se lleve su (nuestro) litio. Argentina, qué difícil se hace quererte.
Estuve por decir algo sobre Cristina Kirchner y su enciclopedia de errores, negligencias y arrogancias, pero lo dejaré para otro día.