No estoy triste (mi módica organización psicofísica no me permite el lujo de experimentar estados mentales tan complejos como ese), ni indignado (eso es cosa de viejas constipadas en batón y pantuflas que se escandalizan porque al Rúben de la otra cuadra los motochorros le manotearon el celular): estoy re caliente.
Déjeme explicarle; prometo hacerlo de la forma más tediosa, pedante e ineficaz que me sea posible.
Hace un tiempo (no sé cuánto), un oyente de LVST recomendó los videos de Raquel de la Morena (asumo que Dolina, con esa amabilidad que suele caracterizarlo, habrá respondido con un silencio o un gruñido). Recordé ese nombre y encontré «¿Sabes reconocer a un estúpido?» (naturalmente que sí lo sé, todas las mañanas veo uno medio dormido y aún babeándose en el espejo del baño). Nada fuera de lo habitual: los estúpidos son siempre los otros, los piolas somos nosotros, bla, bla, bla y etcétera; sin embargo, en algún momento del panfleto apareció el nombre de Dietrich Bonhoeffer, el teólogo antinazi que postuló que la causa fundamental de la llegada de Hitler al poder fue la estupidez de la gente. En ese momento me despedí para siempre de la sonrisa forzada de Raquel.
Sabato en «Uno y el Universo» y Borges en «Deutsches Requiem» comprendieron como casi nadie esa tragedia, que para su desarrollo necesitó un pueblo altamente alfabetizado, inclinado a la filosofía y nada estúpido. Transcribo algunos párrafos del capítulo Ideólogos de la barbarie:
Se puede pensar que una banda de forajidos que se propone someter al mundo no necesita de teorías filosóficas sino de garrotes explosivos y campos de concentración: es de esperar que el movimiento nazi constituya una enseñanza para los que así piensan. Harold Laski nos dice que el nazismo no tiene un sistema teórico; si por sistema teórico se entiende un edificio conceptual coherente y que aspire a la verdad, quizá tenga razón; pero no veo por qué ha de restringirse la definición de ese modo: una doctrina teórica puede ser contradictoria, puede ser falsa, puede ser sofística y puede ser criminal: no por eso deja de ser una doctrina. Hay que recordar que los nazis llegaron al poder por convicción y que, a pesar de sus luchas callejeras con los socialistas y comunistas, obtuvieron la enorme mayoría del electorado a base de propaganda, es decir, a base de ideología. Se ha dicho que sin una teoría revolucionaria no puede haber una acción revolucionaria. Parece inútil agregar que tampoco es posible instaurar el reinado de la barbarie sin una doctrina de la barbarie.
No sabemos si esto lo sabían los capitanes del capital financiero que fomentaron el nazismo, con la creencia de que así resolverían sus problemas. Pero lo sabían, con seguridad, varios de los sujetos freudianos y adlerianos que se reunían en la cervecería de Munich —se puede quemar a Freud y Adler y, sin embargo, constituir sus ejemplos—. Rosenberg y Goebbels y algún otro miembro de esa banda de psicópatas que formaron la guardia vieja del nazismo sabían que el pueblo debe ser conquistado teóricamente; y que antes que los palos están los sistemas de filosofía, sobre todo si se trata de alemanes contemporáneos. El garrote es una excelente cosa; pero si se lo puede enarbolar y descargar según los postulados de un sistema filosófico, mejor.
Esto alcanza para poner un palo en la rueda de la insultante hipótesis de la estupidez como fenómeno monocausal de todos los males del mundo.
Ahora bien, la estupidez es como el psicoanálisis: sirve para explicar tantas cosas que termina por no explicar absolutamente nada. Aquí viene el motivo de mi calentura: las almitas de cristal que no bajan de su torre de marfil y que viven de fingir un perfecto conocimiento de la pobreza y sus consecuencias (llámense Sandra Russo, Darío Sztajnszrajber, Felipe Pigna, Jorge Alemán, Graciana Peñafort, Atilio Borón, y son legión) fueron elegidos como voceros informales y propagandistas del gobierno del tenue Alberto Fernández y de otros que lo precedieron. ¿Cuál es para todos estos analistas de la realidad la única y exclusiva causa de la derrota electoral de su fuerza política? La estupidez de la gente, por supuesto. No busque más vueltas, señor, ¡son estúpidos, son todos estúpidos que no leen a Galeano!
Ni hablar de psicología cognitivo-conductual aplicada, ni de explotación intensiva y extensiva de nuevas tecnologías de la información, ni de manipulación científica de la inteligencia emocional con fines electorales, ni nada de todas esas supersticiones de positivistas: estupidez, señor, estupidez. ¿Cómo tengo que decírselo, o usted también es estúpido?
Mi calentura está especialmente dirigida a los políticos que tuvieron el poder y la oportunidad única de jugársela en defensa de los intereses de los más humildes y desprotegidos (de Cristina Fernández para abajo, casi sin excepción), pero que prefirieron ampararse cobardemente a la sombra de chupamedias, obsecuentes, fanáticos, minorías egoístas y desagradecidas, seres de luz, oportunistas, panqueques de gustos surtidos, y todo así. Dedico el mayor de mis odios a quienes ni siquiera intentaron entender este nuevo mundo, en el que ya no hay algo como el pueblo (en el supuesto de que esa entelequia haya sido alguna vez una realidad), y que negaron enfáticamente la posibilidad de ser derrotados porque en las películas dirigidas por ellos siempre ganan los buenos. No, señor, esta película es una coproducción de David Cronenberg, Lars von Trier y Gaspar Noé. ¿No le avisaron en la entrada?
No importa; como el 2015, siempre queda la esperanza de la resistencia activa. Supongo que el grupo de Facebook Resistiendo Con Aguante ya estará preparando sus más feroces memes, sus posteos de videos graciosos de gatitos que tiran cosas al suelo y sus fotos de nietos de vacaciones en Disneyland.