Marta Durantini, ignoro si Dolina promovió alguna vez encuentros como los que mencionás; de cualquier modo, supongo que eso no ocurrió nunca. (Y está bien: rodearse de adulones y obsecuentes es una de las peores ideas del universo.)
En lo personal, mis cercanías físicas a Dolina fueron cuatro en total:
Una madrugada fui a la terminal de ómnibus para comprar cigarrillos (en esa época fumaba como un escuerzo, como todo el mundo en todas partes); ahí estaban Dolina y Stronati hablando con un grupo de gente mientras esperaban el colectivo para volver a Buenos Aires (habían hecho el programa en vivo por primera vez en mi ciudad). Me acerqué por un momento para verificar que fueran ellos y después volví a mi casa. (Todas mis anécdotas tienen este mismo interés; debería escribir un libro llamado Futilidades: una vida en vano, por decirlo así, con prólogo de algún tirador de cartas de tarot o algún psicoanalista de televisión.)
Fui a ver el programa en vivo dos veces, la primera por voluntad propia y porque era gratis.
La última vez que Dolina leyó al aire uno de mis mensajes, me acusó de forma insultante de pretensiones de editorializar el programa y no sé qué más. Como ser de luz incapaz de lastimar a otros o guardar rencores (como esos que compran los libros de Rolón), aproveché que Dolina iba a firmar libros en la explanada de un teatro local después de una presentación y fui hasta ese lugar en bicicleta (salvo necesidad especial, mi único medio de transporte); me acerqué al firmante en flagrancia de suscripción y le grité algunos de mis insultos favoritos, no sin preguntarle si no iba a hacerse el guapo ahí. Por suerte, ya reinaban la paz y el amor y la verdad y la patria es le otre y coso, así que solo recibí santurronas miradas de reprobación. (Menos mal, Dolina medía como dos metros y, a pesar de su edad, me la daba como en bolsa si me agarraba.) De cualquier manera, Dolina (que naturalmente ignoraba el motivo de mi agresión) se habrá preguntado a quién habría hecho deudor o cornudo aquella vez.
No siento especial simpatía por Alejandro Dolina (me refiero a la persona, no al artista); aun así, adhiero a ese principio estético atribuido a veces a André Gide, a Marcel Proust o a Marco Denevi: con los buenos sentimientos no se hace buena literatura. (Ni casi nada más, agrego yo.)