Estoy completamente a favor de reconocer el insulto como argumento válido en un debate; tiene mayor peso probatorio el indicar la ubicación del burdel donde trabajan la madre y la hermana del adversario que la demostración de sus errores de razonamiento o de cálculo. Lo que me resulta intolerable es la ausencia de originalidad, la falta de imaginación, la carencia de pasión en la diatriba.
¿Qué son esos deplorables quejidos de vieja constipada en batón y pantuflas que se levanta a las seis de la mañana para baldear la vereda y barrer con amargura las hojas que tanto le afean el frente de la casa? ¿Borges se molestó en escribir Arte de injuriar solo para que las generaciones futuras lo ignoraran? ¿Por qué la pereza mental de dar siempre al agravio la fatigada forma «Cuánto X que Y en Z, ¡eh!»? Se han oído difamaciones literariamente muy superiores a esas en la cola de la verdulería del barrio.
Ya que nuestra nación fracasó en todo lo demás, entonces hagámosla grande en ultrajes, líder mundial en humillaciones verbales. Y no, como hermana no tengo, con mis cosas sigo.