Tuve un sueño aterrador: soñé que Dolina presentaba en temporada alta de Villa Carlos Paz su opereta en lenguaje inclusivo «Lo que me costó el amor de Barton: deconstrucción o barbarie», en colaboración con Cora Barengo y Darío Sztajnszrajber, con música de L-Gante. Asistían al estreno el flamante titular del Ministerio de Psicoanálisis, Ciencia y Astrología, Lic. Gabriel Rolón, y autoridades castrenses y castradas. La entrada costaba 200 dólares argentinos, con descuento del cien por ciento para colados. No alcancé a ver quién era el presidente en mi pesadilla, pero creo que daba más o menos lo mismo. Desperté empapado en sudor, naturalmente.
Ya que tuve que levantarme contra mi voluntad, Mariela, me adelanto a darte la razón con respecto al capitalismo; a decir verdad, sospecho que las personas que mencioné (además de otras de las que hablaré cuando las haya oído más detalladamente) en el fondo no defienden un sistema económico que ni siquiera alcanzan a definir, sino un difuso estilo de vida que en otro momento hubiéramos llamado occidental y cristiano; en ese paradigma moral (porque de eso se trata), socialismo, comunismo, populismo, colectivismo, son sinónimos de chinos, rusos, coreanos y otras razas sospechosas de ansias de apoderarse del mundo y de nuestra libertad (por esta vez negros y judíos nos salvamos, pero no cantemos victoria aún, siempre hay tiempo para encargar estrellas y triángulos de color por Amazon). Para decirlo con mayor claridad, me parece que todo eso tiene un cierto olor a supremacismo laxo y hasta políticamente correcto.
Quizá esté exagerando (no cuento con tanta evidencia como desearía), pero ese ensañamiento en asociar cualquier sistema económico ajeno al capitalismo (y sus derivados actuales de mayor o menor nobleza y equidad) con genocidios, hambrunas, contaminación, brutalidad, corrupción, violación sistemática de derechos humanos, etcétera, y con grupos humanos tan específicos me resulta familiar. Roxana Kreimer dedicó varios videos a Steven Pinker, uno de los promotores más notables de la idea del progreso como fatalmente vinculado a la política económica occidental («¿Es un mito el progreso? ¿Refutan a Pinker?», «¿Bajó la pobreza mundial? ¿Pinker se equivoca?», «¿Hay menos guerras? Pinker versus Sapolsky»). Menciono a Kreimer no como argumento de autoridad, sino porque se tomó el trabajo de desarrollar sus críticas de forma ordenada y verificable. Sobre Sabine Hossenfelder, hay varios economistas que critican su opinión (también lo hacen en video y eso dificulta una lectura rápida de sus argumentos, además de que es muy difícil distinguir un economista monetarista serio de un charlatán); lo que deseo señalar es la aplicación de la antigua estrategia «Está científicamente demostrado que...» a asuntos que están claramente fuera del radio de la teoría del conocimiento científico.
Sí, seguramente exagero; pero tienen que concederme que en este mismo instante hay ahí afuera un candidato altamente presidenciable que alguna vez vociferó la superioridad estética del capitalismo (sospecho que no se animó a usar las verdaderas palabras que tenía en mente en lugar de capitalismo), y que hoy propone terminar con la pobreza en Argentina demoliendo el de por sí endeble Estado de bienestar y privando a los pobres de salud, educación y alimentación (un plan aplaudido especialmente por los pobres, como era de esperar).
En fin, todo fue una pesadilla. ¿A quién se le ocurrirían cosas tan absurdas como un Dolina deseoso de escribir como un Sztajnszrajber, o pobres votando en contra de sus propios intereses?