¿Medieval dijeron? Sí, buenas tardes!
Me identifico con lo mejor del espíritu medieval, con la gente que en medio de hambrunas, pestes, guerras, etc, se volcaba a una religiosidad profunda en su vida cotidiana, que se traducía en pequeños y contínuos actos de solidaridad mutua. Donde, en particular, la Navidad y demás fiestas religiosas se vivían de acuerdo con su significado profundo, con reverencia, con recogimiento y sentimiento de hermandad.
Me identifico con las pequeñas corporaciones de oficios, precursores de las cooperativas actuales, donde no había líneas de montaje y cada persona realizaba un trabajo completo, y sentía que además de ganarse el pan estaba haciendo un servicio útil a su comunidad. La persona se sentía integral y plena en su trabajo y lo hacía con alegría, no como una carga pesada.
Hoy todo es banal, intrascendente, liviano, superficial. Todo es para el show, para que los demás nos vean y nos admiren (y envidien): casas, autos, tatuajes, viajes, parejas, chucherías tecnológicas, etc. Las redes sociales, que podrían ser una gran herramienta de comunicación de pensamientos importantes, son en general una gran vidriera de las vanidades y banalidades humanas.
La Navidad, resulta innecesario decir, es una repugnante orgía de consumismo.
El trabajo es una carga pesada que hay que tratar de cumplir “sin matarse mucho”. Es algo descolgado del resto de la vida, que se hace de mala gana y mirando el reloj, como un castigo que hay que sobrellevar como se pueda (de mal humor, quejándonos de nuestro jefe, de nuestra suerte, etc) y cuya única utilidad es conseguir el dinero necesario para luego realmente poder “disfrutar de la vida” (este espíritu está notablemente descripto por Mario Benedetti en sus “Poemas de la oficina”).
Todo gira en torno a la acumulación de posesiones materiales y de experiencias sensoriales placenteras. Las clases más pudientes (no me gusta hablar de clases, pero hagamos una excepción) viven pendientes de mantener y acrecentar su posibilidades de consumo (y siempre con un permanente miedo a perderlas). Por ahí, si eventualmente sienten algún vacío existencial o complejo de culpa, se irán una semanita a algún ashram en la India donde algún gurú chanta les dará algunas monedas de paz espiritual en medio de las montañas a cambio de unos cuantos euros o dólares.
Las clases menos pudientes (llámense trabajadores, asalariados, proletarios o como quieran) no son mejores que los anteriores, solamente tienen menos posibilidades. No buscan, en general, una renovación moral y una abolición de las explotaciones humanas ‘per se’, por su propia injusticia. He tenido la oportunidad de ver cómo los “nobles y humildes proletarios” se explotan entre sí de mil maneras, o se sacan los ojos por un peso o por una cuota de mísero poder o supremacía dentro de su entramado social. Detestan, odian, etc, a los oligarcas y burgueses… mientras estén en la vereda de enfrente. Lo que quieren, mayormente, es no quedarse afuera de la fiesta consumista. Abundan los ejemplos de “proletarios” con discursos muy radicales en contra de las “clases dominantes”, que se aburguesaron rápidamente cuando tuvieron en sus manos el dinero o el poder suficientes.
No veo muchas diferencias entre los seres humanos, sean de la “clase” que sean. No veo mucha superioridad moral en ningún lado. La única diferencia moral real la haremos cuando (permítanme que me vuelva a instalar en pleno siglo XIII, ahí entre San Francisco y Meister Eckhart) demos el siguiente paso evolutivo y nos decidamos a crecer espiritualmente.