Aclaro, porque de la forma en que lo expresé quedó confuso, que el que dijo “Si no fuera por la muerte, yo sería feliz” no fue Siddharta sino Dolina, en la entrevista de la que estamos hablando.
¡Y es que para eso está la muerte! Y para eso están sus precursores, sus anunciadores: el dolor, la enfermedad, la vejez… Para que no nos quedemos tranquilos y despreocupados disfrutando de los placeres sensoriales. Para que no nos conformemos con la pequeña felicidad precaria, relativa, limitada del mundo sensorial. Para que crezcamos. Para impulsarnos a la superación del dolor y de la misma muerte, y acceder a la felicidad completa y absoluta, como hizo Siddharta, como hizo Jesús, y todos los grandes maestros.
La muerte, vista desde abajo (para seguir con el ejemplo), es una desgracia, un castigo, una realidad aborrecible, detestable, cuyo recuerdo nos puede impedir hasta “disfrutar de una fiesta de cumpleaños” (Dolina).
Parados en el pupitre de la clase de Robin Williams (espero que hayan visto la película, si no nada de lo que estoy diciendo tiene sentido. Alguno me podrá decir: "ni siquiera así tiene sentido". ¡Bueno, señor!), la muerte es una pieza clave, necesaria, imprescindible del maravilloso engranaje del universo. La vida (relativa) sin muerte (relativa) sería un absurdo total. Sería una invitación a quedarnos en la relatividad por siempre. El universo quiere vernos crecer. Quiere que el hijo pródigo, que una vez se fue de casa y que ahora pasa hambre en tierras extrañas, comiendo las cáscaras vacías de este mundo material, un día se levante y diga: “Volveré. Regresaré a la casa de mi padre, donde nada me faltará”.