Si tuviera la oportunidad, preguntaría a Rolón qué significa que la ciencia (o mejor aún, el conocimiento científico) no tiene respuestas para el sexo y la muerte; creo que ese juicio es falso o carente de sentido. ¿Para qué sirve el sexo? ¿Por qué existe la muerte? Si son esas las preguntas, entonces ya conocemos las respuestas.
Dejo de hablar sobre psicoanálisis (tema que creo superado); solo me referiré a sus convenciones, rituales y circunstancias.
Hasta aquí, ejerzo voluntariamente la ingenuidad de hacer de cuenta de que Rolón habla de forma literal; pero todos sabemos que lo que quiere decir es que existen misterios inexpugnables que solo unos pocos iluminados pueden abordar con éxito, con herramientas intelectuales que no están al alcance de cualquier mortal. Aquí aparece algo alarmante: la sugerencia de que existen seres humanos naturalmente superiores al resto, que pueden arrogarse el derecho a negar toda evidencia científica con el fin de imponer sus creencias y supersticiones como verdades eternas, irrefutables y de aceptación obligatoria. (Me parece haber visto eso en alguna otra parte o en alguna otra época.)
El discurso del psicoanálisis y su corpus de ideas asociadas es prepotente y fascista; no dialoga, no cuestiona, no duda, solo exige obediencia pasiva y absoluta a su dogma y a sus textos sagrados. También establece castas: la de los hierofantes, la de quienes pueden y quieren pagar sus bendiciones, y la de los intocables que a duras penas pueden considerarse humanos (es decir, todos los demás).
Hace un mes mencioné con cinismo la entrevista de Gabriel Rolón a Tini Stoessel (un subterfugio para promover su próximo espectáculo). Hoy suspendí por un rato el profundo rechazo que siento por Stoessel —comparable al que me produce el Rolón actual— y la vi. No me sorprendió oír todos los lugares comunes del tema: trauma, crisis, ansiedad, resiliencia (se enamoraron de esa palabra), luz al final del túnel, desenlace de Hollywood; hasta ahí, todo normal para ese contexto. Sin embargo, ese Rolón todo de negro que al final absuelve a Stoessel y la exhorta a no pecar más me pareció un detalle digno de una pesadilla; no diré más porque la analogía es obvia.
Sí diré que en esa charla banal hay algo perverso e inhumano: aunque solo se trata de un truco publicitario poco conciliable con el juramento por los valores éticos, la construcción retórica de la heroína transgresora que desciende al abismo del Seol para ascender triunfante y luminosa a partir de una minita malcriada y consentida es un acto repugnante, y también es una burla para quienes la pasan mal de verdad en Argentina (la inmensa mayoría de nuestra gente). Resistiré aquí la fácil tentación de la demagogia; solo diré que veo en este Rolón el complemento ideal de quienes insisten en cambiar el mundo mediante la abolición del género gramatical. (Pido disculpas por el exceso de adjetivos; el buen gusto me obliga a usarlos en reemplazo de los sustantivos que en realidad vienen a mi mente.)
Ya que el juego de la interpretación puede ser jugado por más de uno, recuerdo que Rolón contó buena parte de su vida en LVST: padre albañil, infancia rural, pesca de ranas en la zanja, guitarreadas precoces con audiencias poco elegantes, tal vez algo de pobreza. Es posible que el Rolón actual, quizá el primero de su familia que logró un título universitario y que alcanzó el éxito en su profesión por un hecho completamente ajeno a ella (ser amigo y colega de Dolina) esté tomándose revancha por antiguos desprecios de la clase a la que aspiraba pertenecer. (Alguien hablaría de formaciones reactivas, pero los muchachos del barrio desconfiamos de las soluciones consistentes en la invención de eufemismos.)