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No estoy seguro de haber entendido bien el sentido de la digresión de Dolina sobre el profesionalismo y los malos razonamientos; la conexión entre el disimulo artístico del dolor y las conclusiones absurdas basadas en premisas erróneas parece muy forzada. (Quizá me falte información porque oí solo ese fragmento citado en el resumen.) De cualquier manera, la crítica al argumento de los x años de peronismo como ejemplo de mal razonamiento es independiente de cualquier circunstancia. Aquí me parece conveniente citar al Dolina anterior a sí mismo (marca de tiempo 0:06:19):
Así funcionan la naturaleza humana y la discusión. Suele llamarme la atención cómo se preocupan todos por ser creíbles, por ser demostrativos, por debatir, sin darse cuenta que ningún argumento hace creer al que ha decidido no hacerlo. Si usted le demuestra el teorema de Pitágoras con ademanes a un tipo que ha decidido no creer en él, no lo convencerá. Por eso yo creo que es perfectamente inútil el juego de las razones. ¿Usted cómo cree que funciona un debate político? ¿Cree que usted pone la televisión y ve debatir a Fulano y a Zutano, y entonces piensa un rato, descubre que tiene razón Fulano y lo vota? Nunca funcionó eso así. Usted ya ha decidido quién tiene razón y después usted construirá los caminos que conduzcan a su candidato a tener razón.
No fue esa la primera ni la única vez que Dolina se refirió al origen esencialmente pasional de muchas convicciones y decisiones, en especial cuando se trata de política. Aquello de los x años de peronismo funciona tan bien porque es una falacia de apelación a la emoción: convence porque tiene esa concisión propia del meme (se robaron todo, todos somos el campo, Argentina granero del mundo) y porque da forma a un sentimiento difuso que tiene de antemano quien lo recibe como verdad irrefutable.
No vengo a denunciar una contradicción entre aquel Dolina del 2013 y este del 2024; pasó el tiempo, nunca nos bañamos en el mismo río porque blablablá y etcétera; sí me atrevo tímidamente a conjeturar que en el 2013 acertó al señalar uno de los mayores errores del progresismo cristinista: insistir tercamente en que los opositores cambiarían de opinión con la sola presentación de evidencia en contra o de argumentos racionales (o de aquello que fuera que dieran por racional). Ese realismo ingenuo les garantizaba que era imposible que un idiota de derecha como ese pudiera llegar a la presidencia; cuando los hechos demostraron que estaban equivocados, decidieron ignorar la lección que les había dado la vida y recurrieron a la pereza mental de echarle la culpa de todo a la estupidez de la gente.
Cuando Milei comenzó a aparecer disfrazado en comic-cons, el progresismo cristinista se burló de él; yo pensé para mí mismo: este tipo va a llegar lejos porque hace caso a sus instintos y sabe dónde y cómo pegar. (Naturalmente que en ese momento no lo imaginé como presidente; solo creí que obtendría algún cargo alto en un futuro gobierno no cristinista.)
Cuando Jorge Lanata hizo decir a alguien que el dinero se pesaba en lugar de contarse para ahorrar tiempo en ciertas operaciones ilícitas, el progresismo ofendido salió a defenderse con la mayor torpeza, demostrando con balanzas y papeles que un millón de dólares no pesaba un kilo y algo, sino diez kilos. Ese progresismo —compuesto mayormente por seres de luz y almitas de cristal que viven estudiando Comunicación sin ejercer jamás— ni siquiera sospechó que Lanata había creado una imagen mental mucho más poderosa y persistente que la razón o la sensatez: tipos pesando bolsas llenas de dólares afanados.
Cito estos dos casos exitosos de manipulación emotiva (el candidato que va a hacer campaña en las comic-cons vestido de superhéroe, el periodista que fabrica una hipérbole tan inverosímil como eficaz) como ejemplos de que el debate político del que hablan Dolina y otros no existió, no existe y tal vez nunca existirá: solo hay chantaje sentimental, y gana quien consigue emocionar más y mejor a la mayor cantidad posible de gente. La definición de los términos de la discusión, la veracidad o la exactitud de los datos son del todo indiferentes a los efectos de convencer.
Tenemos derecho a seguir creyendo que la verdad —si convenimos en definirla como el mayor grado posible de conformidad entre un fenómeno cualquiera y su descripción— sirve para convencer a alguien de algo, pero en ese mismo sentido también tenemos derecho a creer en la chancha con cadenas o en el psicoanálisis.
(Estuve a punto de hacer un chiste sobre el siglo en que estamos, pero en el fondo detesto esa clase de gastadas de ínfima categoría.)